Eugenia llegó a
este mundo de una manera especial, su madre Antonia de la Bodega rompió aguas
cuando se encontraba sentada en aquellos bancos de la iglesia de la ciudad de
Bárcenas, Cantabria, mientras escuchaba el sermón, que el sacerdote impartía.
Antonia estaba
acompañada por sus hijos y su esposo José Martínez Vallejo y a la vez rodeada
de todo el pueblo que había acudido aquel domingo a misa. Como fue imposible el
traslado a la casa más próxima a la iglesia, tuvo que parir en el templo del
Señor.
Los quejidos y
lamentos de Antonia cesaron, después el llanto de la nueva criatura llenó toda
la iglesia, todo eran felicitaciones, pues a parte de venir bien, había nacido
en la iglesia, lo que se consideró signo de buen augurio
La pequeña recibió
el agua bautismal con el nombre de Eugenia Martínez Vallejo, los dos apellidos
de José, ¿y el de su madre?, misterio misterioso. Prosigamos. Él bebe dormía
bien y comía mejor, bueno comer es un decir, devoraba, lo cual sumado a que
tenía sus carnes prietas, era sinónimo de poder salir adelante.
En los tiempos que
corrían cuando Eugenia vivió, el ser rolliza, pues con tan sólo un año, pesaba
más de dos arrobas (cerca de veinticinco kilos) más que una preocupación era una
bendición, pues se trataba de un signo inequívoco de buena salud a la vez de
belleza
No tenemos más que
fijarnos, como modelos de lo que entonces se llevaba, en “Las tres gracias de
Rubens”, a menudo citadas como tipo de belleza ideal y sensual. Así que sus
progenitores estaban la mar de contentos con su vástago, a pesar de tener el
doble de peso que un niño de su edad.
El tiempo pasó,
ahora Eugenia, había aumentado su tamaño de forma alarmante, pesando más de lo
que pueden soportar sus piernas. Tan solo con seis años ya había superado las
seis arrobas (casi setenta y cinco kilos), así que el galeno tuvo que
intervenir pensando que era un problema de nutrición y como remedio, recomendó
a los padres que le racionasen la dieta, pero aquello no sirvió de nada.
Pues ya que poco a
poco, tanto José como Antonia, terminaron por comprender, que lo que le pasaba
a su hija, no era debido a factores externos, sino que había nacido así.
Recordemos que nos encontramos en el siglo XVII, y aún se desconocía la
enfermedad que padecía la pequeña.
Todos los síntomas
que tenía Eugenia nos llevan hasta el Síndrome de Prader-Willi. Esta dolencia
está asociada a una deficiencia del crecimiento, y se caracteriza por la
obesidad mórbida, hipotonía muscular (Disminución de la tensión o del tono
muscular, o de la tonicidad de un órgano), hipogonadismo (trastorno en que los
testículos u ovarios) y escoliosis (Desviación lateral de la columna
vertebral).
A la vez que se
presenta, con frecuencia, trastornos psíquicos como por ejemplo la hiperfagia (trastorno
de la alimentación que, en pocas palabras, consiste en comer en exceso) o la
búsqueda compulsiva de comida. Debido a
su aspecto, sufría la burla de los demás niños, y por lo que se cuenta, debía
de permanecer encerrada en el refugio de su casa.
No existe mejor
bulo ni publicidad, que llegue antes a otros medios, que él bis a bis, y la
noticia corrió como la pólvora hasta la mismísima corte del reino y como no,
hasta los oídos de su majestad Carlos II al que se le apodaba El hechizado, por
su aspecto y salud endeble, dado a “coleccionar” enanos y bufones que animaban
sus días
Si hemos podido contemplar,
en alguna ocasión algún retrato del referido monarca no era de regio aspecto. Además,
se dice, que todos los Austrias, familia a la que pertenecía Carlos, y que
sería el último de esta dinastía, les gustaba rodearse de gente que le
amenizase el día a día, pero no solo como bufones, puesto que algunos enanos, trabajaban
en la administración real, que daban cuenta de los costes de los mismos
No obstante, aunque
no eran muchos los que tenían la suerte o la desgracia de convertirse en gente
de placer, en la casa de los Martínez Vallejo, llegó un buen día un hombre
engalanado, que resultó ser un emisario de la mismísima Casa Real, quien tuvo
que leer en voz alta, el mensaje de su majestad, pues los padres de Eugenia no
sabían ni leer ni escribir- Su majestad desea conocer a vuestra hija Eugenia y
les invitan al Palacio Real en Madrid- Y no dijeron que no
Recibidos y
tratados con mimo y cuidado desde que llegaron, aquel mundo que se abrió ante
sus ojos debió parecerles el mismo cielo. En cuanto a Eugenia, no tardaron en
tomarle medidas para vestirla como la ocasión lo exigía.
Según la
descripción de Juan Cabezas, cronista de la época, que hace de ella “Eugenia era
blanca y no muy desapacible de rostro, aunque lo tiene de mucha grandeza. La
cabeza, rostro y cuello y demás facciones suyas son del tamaño de dos cabezas
de hombre, su vientre es tan descomunal como el de la mujer mayor del mundo a
punto de parir. Los muslos son en tan gran manera gruesos y poblados de carnes
que se confunden y hacen imperceptible a la vista su naturaleza vergonzosa.
Las piernas son
poco menos que el muslo de un hombre, tan llenas de roscas ellas y los muslos
que caen unos sobre otros, con pasmosa monstruosidad y aunque los pies son a
proporción del edificio de carne que sustentan, pues son casi como los de un
hombre, sin embargo, se mueve y anda con trabajo, por lo desmesurado de la
grandeza de su cuerpo”.
1680 Carlos II
desea que se le haga a la pequeña “monstrua” dos retratos, dejando en manos,
Juan Carreño de Miranda, pintor de cámara del rey, el tema a realizar. Este le
pinta desnuda, simulado a Baco, con varios racimos de uvas y hojas de vid que
ocultan su sexo; y otro en el que se la representa ataviada con un elegante
vestido de brocado rojo y botonadura de plata, que el propio monarca le regaló.
Ambos cuadros, que se encuentran en el Museo del Prado, son conocidos como
“La Monstrua Desnuda” y “La Monstrua Vestida”, en los que se puede observar la
tristeza que reflejan los “achinados” ojos de la pobre niña.
Al no poder
encontrar nada que a Eugenia le ligue al servicio de la corte, más que probablemente,
fuese, que sólo asistiría a algunas fiestas de palacio a fin de que fuera
contemplada como una atracción de saltimbanquis, condenada a servir de
maravilla para Carlos II y su corte real, pues a este monarca, solo fue una de
esas criaturas, extrañas, que tanto le gustaban.
Después Eugenia
Martínez Vallejo, se pierde en la corte, de Carlos II, rodeada, posiblemente,
de sus compañeros de “profesión” y apenas se sabe de ella. Se cree que falleció
de un infarto cuando tenía 25 años