Versión libre
Alfonso, padre de Ana, hacia verdaderos milagros con el poco
dinero que conseguía de su trabajo en una imprenta.
La Navidad había llegado, y el árbol esperaba impaciente, a que
sus pies, quedasen debajo de grandes o pequeñas cajas llenas de regalos.
-
¡Ana! ¡Qué haces desperdiciando el rollo de papel,
además, el dorado! Sabes que no nos podemos permitir ciertos gastos-.
La pequeña le miró, y se alejó hacia la cocina. Mientras hacía
pucheritos, sus grandes ojos almendrados, se llenaban de lágrimas.
A la mañana siguiente, Ana y sus padres, se acercaron al árbol,
donde descansaban cuatro paquetes. - Alguien se ha debido portar muy bien, pues
seguro que le tocan dos en vez de uno-. Dijo Alfonso
Cada uno abrió el que llevaba su nombre, y a los tres les gustó
lo que la Navidad, les había traído.
Entonces Ana se levantó. Cogiendo el paquete dijo. - Papá, este
es para ti-.
Alfonso sonrió, en el fondo se sentía culpable de haberle
llamado la atención a su hija.
Su sonrisa se apagó en los labios a comprobar que la caja estaba
vacía.
- ¿Vacía? ¿Vacía? ¿Desde cuándo es un regalo una
simple caja vacía? -.
La pequeña sentó junto a su padre, le cogió de la barbilla y le
dijo-. ¡Oh papá, pero no está vacía! Está llena de muchos besos que yo puse en
ella-.
El padre se sintió avergonzado. Abrazando a su hija, la llenó de
besos.
Alfonso guardó la caja dorada cerca de la cama, durante años.
Cuando se sentía triste, abatido, sin fuerzas para luchar, abría la caja y
cogía un beso. De esa manera, recordaba el amor, que Ana, había puesto en él.
De esta simple, pero hermosa manera, cada uno de nosotros,
también tenemos nuestra particular caja dorada, llena del amor incondicional de
la familia, de la amistad de los amigos, de los besos de nuestros padres.
Ni el más rico Rajá de la India, y el monarca con más tierras,
ni siquiera aquel que lleva una vida llena de lujo, tendrá jamás, una propiedad
más valiosa que nuestra caja dorada
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