No es exagerar si decimos que las reinas, a través de la
Historia, han sido poco más o menos, que engendradoras de hijos y pare usted de
contar. Claro que tendríamos que continuar para aclarar que pocas de ellas
llegaron a casarse por amor, no al arte, sino por motivos de estado por sus progenitores
u otros familiares, con ese único cometido.
Un cometido que, en la vida, debiera haber sido más
controlado y más seguro, que, en el caso de sus contemporáneas más humildes,
pero no era así.
Creo que nos podríamos permitir la licencia de decirles, que
en algunos o en la mayoría de los regios partos, era como si estuviésemos
viendo una película de terror en la que, los médicos tenían terribles errores.
Estos solían actuar antes y después del parto recetando
frecuentemente sangrías, que, sumado a la falta de higiene general, podían y de
hecho lo hacían acabar con la vida de la reina.
Nuestras protagonistas tuvieron que sufrir, abortos y
nacidos con malformaciones que eran debidas tanto a los partos mal llevados
como a la consanguinidad entre los futuros padres.
Desde el siglo XIV las reinas debían, yo no emplearía esta
palabra, más bien diría que eran obligadas, a parir ante numerosos testigos,
que serían los que certificasen que el recién nacido había salido del vientre
de la reina y por tanto por sus venas corría sangre real.
Luego es contradictorio que los partos fuesen atendidos por
comadronas, para no ofender el recato de la reina, mientras que esta, estaba
observada por numerosos ojos
Por lo que no nos debe de extrañar, que Isabel la Católica,
en sus numerosos partos, se hacía cubrir la cara con un paño para que nadie viese
sus muecas y gestos de dolor mientras paría.
¿Y qué pasó con María Manuela de Portugal, primera esposa de
Felipe II?, que los médicos se ensañaron con ella, practicándole sangrías y
purgándola, de manera que cuando llegó el parto estaba tan débil que falleció a
los pocos días por una infección que no pudo superar.
Hablaremos de María Isabel de Braganza, cuya historia
podíamos resumirla con esta frase “murió dos veces en 1819 en Aranjuez.
María Isabel de Braganza, era la hija primogénita del rey
Juan VI de Portugal y segunda esposa del rey Fernando VII, en su segundo
embarazo, el primero ocurrido en 1817 tuvo una hija que falleció cuatro meses
después; aquel alumbramiento la dejó muy tocada en su salud, y en este parto se
agudizó tanto, que sufrió un colapso y perdió el conocimiento.
Los médicos que le atendían, en ese momento, llegaron a la
conclusión, que aquello, no era un simple desvanecimiento, sino la muerte de
una reina embarazada, por lo que se toma la decisión de practicarle la cesárea
port mórtem y salvar al pequeño que sería el futuro rey de España.
Lo que los galenos menos esperaban era que la reina al
sentir en su carne los “instrumentos” gritara y no dejaba de gritar. Vamos que
no estaba muerta, pero al no tener tiempo para reaccionar ante tal espantosa
situación, pues una cesárea sin anestesia terminó de matar a la soberana, que
no consiguió recuperarse de aquello. Y por si fuera poco tampoco se pudo salvar
al hijo que estaba a punto de nacer.
No crean que esto solo sucedía en España, si es así, se
equivocan, así que nos disponemos a viajar hasta Versalles, donde también la
higiene era más poca, aunque no eso no era impedimento para que, a la cama,
llamada “lit de travail” donde venían al mundo los futuros reyes y príncipes,
se guardase en un almacén y se cubría con una funda para que no tuviese polvo.
Esta cama tenía entre otras cosas: un apoya pies y unos
pasadores para que la reina se cogiera y pudiera hacer fuerza, dos colchones
separados por una plancha, para que el lugar donde la espalda pierde su buen nombre
no quedase en un hueco
María Antonieta no fue un caso aislado, también a su real
alumbramiento, se reunió gente, pero, ante tal multitud, el rey hizo poner un cordón,
alrededor de la cama, vigilado por dos guardias, para que la gente no se
abalanzase sobre ella.
Y es que los testigos estaban allí para evitar que el recién
nacido fuese era suplantado por otro bebé.
El protocolo posterior era
totalmente absurdo: la reina no debía de dormir en varias horas, ni tampoco
salir de la habitación donde había parido, durante 9 días y por supuesto nada
de visitas que se hubiesen echado perfume, ya que esto podía perjudicar tanto a
la madre como al niño.
Menos mal que con el devenir de los siglos, la situación mejoró,
puesto que los testigos ya no estaban a la cabecera de la reina, sino en una
cámara adyacente, con lo que la madre y el recién nacido, no estarían expuestos
a posibles gérmenes que aquel nutrido grupo de espectadores podrían portar.
Actualmente las reinas paren en las clínicas con su médico y el protocolo que
se sigue es mínimo.
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