En el año 1846, una niña a la que se
pondría el nombre de Anna Haining Swan, nacía en Canadá, una cosa tan normal
como es nacer.
Pero es que Anna ya pesaba 8 kilos y
a los cuatro medía 1,35 m, a los 10 años 1,97; a los 17, llegó a los 2,28; y se
detuvo en 2,40 metros.
Los padres de Anna, a parte de ser
dos colonos baptistas, tenían una granja cerca de New Anna – Nueva Escocia
Si ustedes piensan que Anna era así
por los genes, se equivocan, pues no existían en la familia antecedentes de gigantismo,
pero admitieron con cariño a su enorme hija.
No debemos olvidar que en siglo XIX,
los niños que tenían deficiencias o padecían deformidades, tenían en la vida
muy pocas oportunidades.
Entre ellas: no recibir
educación. Y si algunos eran
considerados inofensivos, se podían quedar en casa con su familia
Otros no corrían la misma suerte y
eran encerrados de por vida, abandonados, enviados a manicomios o vendidos a
los espectáculos ambulantes.
La suerte de Anna es que comienzan a
abrirse en el norte y el oeste de Estados Unidos, las primeras escuelas para
sordomudos, ciegos e inválidos.
Sus progenitores hicieron todo lo que
estuvo en sus manos para que su vástago tuviese una infancia bastante normal, sin
embargo no pudieron evitar que se cebasen con ella con niños, y que los
forasteros la tomaran por una adulta retrasada, sobre todo cuando la veían
jugar con sus hermanos.
Para evitar más sufrimiento a Anna,
su padre le decía que era una bean-grugagh, o sea, una giganta de la mitología
celta enviada por las hadas para traer suerte a la familia.
En cuanto a su madre, está consiguió
que su hija estudiase en casa alegando que tenía que cuidar de sus hermanos
Cada siglo ha tenido sus pros y sus
contras en el mundo de la mujer, y en el siglo XIX, las féminas, eran educadas
para ser sumisas amas de casa
En ese sentido, Anna fue afortunada,
ya que sus padres, para compensar las crueldades del mundo exterior, le
aseguraban constantemente que estaba destinada a grandes cosas y le repetían lo
orgullosos que se sentían de ella.
Gracias a ellos, Anna creció confiada
y segura de sí misma, aunque siempre fue algo tímida. Sin embargo, pensando tal
vez que le resultaría muy difícil casarse, los Swan la mandaron a la escuela de
Magisterio cuando tenía 15 años.
Y es que en la América de 1861, el
95% de las mujeres casadas se dedicaba al hogar y el 5% que trabajaba fuera de
él lo hacía por acuciante necesidad.
Sin embargo, había una corta lista de
empleos apropiados para una mujer soltera: maestra, costurera, dependienta,
institutriz y, para las clases más bajas, empleada del hogar u obrera.
Anna pasó más de un año en la escuela
de Magisterio, donde, a parte de estudiar, aprendió a tocar el piano y a coser,
también leía la Biblia.
Incluso tenía un pretendiente, el
gigante Angus McAskill (probablemente, el hombre más alto del mundo, con 2,50
metros). Fue lo más parecido que tuvo a una vida normal.
No soplaban buenos vientos para los granjeros,
y cada vez más personas que abandonaban sus pueblos, para dirigirse a la ciudad
buscando trabajo, en o que fuese.
Y ese fue el caso de los Swan, que llevados
por la necesidad, aceptaron que Phineas Taylor Barnum, empresario, político y
artista circense estadounidense, recordado por sus célebres engaños en el mundo
del entretenimiento y por haber fundado el Barnum & Bailey Circus, se la
llevara a su museo de rarezas neoyorquino.
A Anna aquel “contrato” la entusiasmó.
Dejó la escuela, abandonó a Angus y preparó sus maletas.
Aunque trasladarse a la gran ciudad,
en un época, en la que 7 de cada 10 personas vivían en poblaciones de menos de
2.500 habitantes, era ya un giro de 180º notable en la vida de cualquiera.
Así
que quien también tuvo que hacer la maletas fue la señora Swan, para acompañar
a su hija, durante los primeros meses y con una preocupación, la clase de vida un tanto libertina que acecharía a Anna en Nueva York.
Lo que los Swan desconocían, es que
el señor Barnum exprimía a los que trabajan para él, e incluso se decía que los
maltrataba, aunque con su giganta era educado y su afectivo, quizá no hubiese
tantas gigantas como gigantes
Cuando el siglo XIX estaba a punto de
marcharse, la medicina consiguió avanzar en el diagnóstico de enfermedades
deformantes. Cuando los continuos visitantes del museo conocieron que los
monstruos no eran prodigios de la naturaleza, sino víctimas de diversas
dolencias, perdieron el interés.
El mundo de Anna estaba tambaleándose,
entre otros motivos sus continuas peleas con su pretendiente que quería hacer
de ella una granjera así como los incendios sucesivos del museo, hacen que deje
Nueva York
Cuatro años después se embarca en una
nueva gira, esta vez será Europa con destino a Gran Bretaña con nuevos y
desgraciados compañeros: dos siamesas de raza negra que cantaban a dúo y un
gigante de Kentucky, Martin Bates
Cuando la reina Victoria recibió en
audiencia a Anna, le pidió que la dejara pasar entre sus piernas para
entretenerse y la giganta se sintió desconcertada e impresionada. El heredero
de la corona inglesa, por su parte, le regaló unas lujosas botas a su medida e
intentó seducirla.
A pesar de todos los inconvenientes y
de sus ideas de libertad Anna se casa con Martin Bates, el gigante de Kentucky,
que medía 2,20 metros, que no le trajo felicidad.
Aquel gigantón, aparte de ser un ignorante
maleducado, era también un mentiroso que le ocultó que padecía hipogonadismo
(los genitales atrofiados) y no podía darle hijos. Bates no consideró necesario
decírselo antes de la boda.
Anna se dio cuenta, que no podía
escapar de aquella trampa, ella como otras tantas mujeres de su época, no
estaba preparada para enfrentarse a una disfunción sexual. Claro que le quedaba
una salida, divorciarse, que aunque en los Estados Unidos era legal, estaba mal
visto.
Pero cavilando llegó a pensar, que
aquella ruptura sería su ruina, además tal y como estaban las cosas, el mundo
seguía siendo de los hombres, pues la ley favorecía descaradamente a los maridos
y luego estaban sus creencias religiosas
Tampoco a pesar de que Apolo Ingalls,
su representante y padre de los dos hijos malogrados, que tuvo, le pidiese que
se fugase con él, no lo hizo. Era hora de reaccionar como una mujer de su
siglo, que escoge el deber antes que el placer y se quedó con Martin.
Aunque trató de llevar una vida
normal, pues se retiró instalándose, con su marido en un pequeño pueblo de Ohio,
para muchos de sus conciudadanos, era una perdida, no sabía llevar una casa, no
tenía hijos y su marido que había batallado en el ejército sudista, atraía las
antipatías de todos.
Anna murió a los 42 años, sin haber
encontrado su lugar en el mundo.
Pero su historia, sigue siendo una
leyenda en Norteamérica, donde hay tres museos dedicados a su memoria. También
es la protagonista de una docena de libros. Uno de ellos- LA MUJER MODERNA MÁS GRANDE DEL MUNDO de Susan Swan
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