En una tarde desapacible del crudo invierno, Marta oteaba a
través de los cristales empañados por el calor reinante en la habitación, cómo
las gotas de lluvia resbalaban incesantemente hasta introducirse en la masilla
que los protegía.
Iba a hacer dos años que su marido, muerto (según la compañía
para la que trabajaba, porque el barco nunca apareció) en un naufragio, le
había dejado sumida en un profundo letargo, del cual le costaba salir.
Las noches las pasaba en vela oteando, desde el mirador, el mar,
este, a veces, sereno, dejaba con placidez, que las olas besasen la arena de
las costas, otras veces, la mayoría, enfurecido, golpeaba una y otra vez, el espigón
del puerto como si quisiera desprenderlo de su base y apropiárselo para él solo.
Hasta el cielo le acompañaba en estas correrías sonando como
una gran orquesta, poniendo compases a tan desesperado desenfreno.
Aquellos días, los astros se refugiaban tras las nubes. Los
únicos que estaban a favor de aquel caos, eran los rayos dejando patente su
acuerdo en el rápido resplandor de sus destellos.
Los marinos ataban fuertemente los barcos al abrigo del abra
matando el tiempo jugando a las cartas o emborrachándose según avanzaban las horas,
y el temporal no cesaba en sus vaivenes.
- ¡Como en vendaval no amaine perderemos mucho dinero! ¿A ver
quién les dice a los hijos que no van a tener mas que pan para comer?
Marta encerraba su vida entre las cuatro paredes de su hogar
careciendo de lo más elemental, mucho más que la comida, más que el vestir, o
más que las visitas de los amigos, necesidad de ese amor que solo lo da quien
tiene para compartirlo.
Fueron muchos los parientes y amigos que tratando de llenar
su anodina existencia insistían en la conveniencia de casarse de nuevo, aduciendo
que una nueva compañía le haría olvidar todos los malos tragos que estaba
pasando.
Y que incluso, un hombre, era un hombre, ¿y qué para que
están los hombres?, pues para cuidar de las mujeres y animarlas.
Buscaron entre los habitantes del pueblo un buen candidato.
Mejor si no pertenecía al mundo de la mar, pues era imposible que llegase a
olvidar a su anterior marido, con un pretendiente marino.
Lo mejor para ella y para todos sería sin duda un hombre con
un rentable negocio. Por ejemplo, Matías el zapatero, y si no Juan el tendero;
ambos eran buenas personas, quizá un poco más mayores que ella, pero con un
buen porvenir por delante.
Aquellos comentarios no hacían sino alejarla de un hipotético
nuevo
ser que vendría a apropiarse de una manera innoble de la cama
que, durante largos cinco años, los oyó vibrar y discutir como cualquier pareja
de enamorados.
La vida de Marta transcurría entre la compra, lavar, preparar
la comida, las visitas a su suegra, y a las pocas amigas que le quedaban.
Por desgracia su madre falleció cuando ella era pequeña y su
mente solo la recordaba, cuando abrazada a su regazo le llamaba muy bajito.
- ¡Mami! ¡Mami! Hacía tanto tiempo de ello.
Los días en los cuales el tiempo le permitía salir a dar un
paseo por los alrededores, Marta los empleaba en caminar cerca del acantilado,
como esperando un regreso que jamás se produciría.
Ella en silencio reconocía que quien se lo recordaba tenía su
razón, pero ella tenía más recuerdos para apenarse y por eso la casa se le venía
encima.
En diversas ocasiones intentó abandonar el pueblo e irse a
vivir a una gran ciudad, pero la tumba de su marido vacía se lo impedía.
- ¡Por favor Señor! Necesito que me libres de esta pesadilla,
que noche tras noche me persigue sin darme tregua. -
Cuando lograba conciliar el sueño, la luz del tibio sol o la
claridad de la niebla, impedían que volviese a cerrar los ojos rojos de tanto llorar.
Otra jornada sin sentir nada mirando sin ver, y percibiendo sin darse cuenta.
Un extraño suceso vino a trastocar la vida de aquella mujer.
La mañana apareció desangelada. Y en el pueblo no se hablaba
de otra cosa, del descubrimiento de un bebé abandonado en una pequeña, y
desvencijada casucha, próxima al puerto.
- ¡Es un varón!,- apostillaban las comadres de aquel pueblo
costero. Efectivamente así lo era.
Las autoridades competentes dieron parte de aquel hallazgo a
la policía local, admitiendo ante ellos, el desconocimiento del origen del
pequeño.
- ¡Lo encontró por casualidad Enriqueta la de Pedro!,- decía
Pacita al policía que le escuchaba con atención. - Estaba envuelto en una mantita
toda raída, amoratado, y llorando. El pobre tenía hambre por eso lloraba. –
Todas las investigaciones fueron negativas, por lo que la
policía lo dejó por imposible. Sin embargo, algo había que hacer con el
pequeño, al que se le veía tan falto de cariño, que, hasta el ama de llaves,
del señor cura, una mujer avinagrada en extremo, se mantenía en sus trece de
adoptar al chiquillo.
- ¡Puedo ser como cualquier mujer! A cambiarlo ya aprenderé,
pues manos y cordura no me faltan-.
Por el contrario, al señor alcalde, no le gustaba el carácter
de Cecilia, por lo que decidió rechazarla como candidata para dicha tutela,
negativa que a la mujer no le gustó en demasía. Para bien de toda la comunidad,
la sangre no llegó al río.
Entre los habitantes del pueblo, por votación popular, se
decidió no entregar al pequeño, al hospicio.
-Gente buena en este pueblo, siempre hemos tenido-, repetía incesantemente,
Don Lucio el sacerdote. - Quizá exista alguien a quien le interese tener un
nuevo hijo. O ¿por qué no? a otros, que no logran tenerlos, se puedan sentir
seducidos por la indefensión del pequeño.
Hasta que no se encontrase madre adecuada para el chaval,
viviría en casa de Justino, que para eso era, capitán (retirado), de la marina
mercante, por lo que estaba considerado como un personaje de alcurnia, y más
nos trasladamos al año 1890, momento en el que transcurre la acción de esta
historia
Marta paseaba su pesar entre su casa y el cementerio, sé que puede
resultar un tanto morboso la insistencia de esta mujer, en visitar la tumba
vacía de su esposo, pero la triste realidad así lo estaba disponiendo.
Los martes, por la mañana, se celebraba un mercado en el cual
se podía comprar de todo menos pescado, para eso estaba la lonja.
Aquel mercadillo se ubicaba en un terreno que iba desde la
parte de atrás de la lonja del pescado, hasta casi el mismo ayuntamiento. Las
risas de los vendedores, se mezclaban con los lloros de los niños, o con los
gritos de los pequeños que corriendo por entre la gente, no les importaba que
alguno de los viandantes, les empujasen de mala manera.
La suegra de Marta estaba decidida a hacer variar de
alimentación a esta última.
- ¡Ya está bien de comer solo verdura y pescado, un poco de
carne no te vendría mal! Con ello no haces nada malo, al muerto que, al fin y
al cabo, marido tuyo era, pero yo le llevé en mi vientre, o sea que nos
pertenecía a las dos en partes iguales. -
Expresiones como las que utilizaba Consuelo, amargaban en
corazón de Marta, que callaba por el respeto que le debía a la madre de su esposo.
Unos metros más adelante, en los puestos de la carne, se
encontraba un grupo de personas que miraban con atención, los productos
expuestos en el puesto, mientras que los carniceros aireaban la carne para
evitar que un enjambre de moscas, se posasen sobre ellos. - ¡Rica carne, y en otro
este puesto decía! - No la encontraréis
tan roja y tan fresca! -
Marta acompañaba a su suegra como si se tratase de un
figurante en una obra de teatro, que se representaba en un escenario público,
¡en la vida!
Callada y enlutada, recorría, con la vista todo aquel tropel
de gente bulliciosa, que lo mismo sonreía que discutía por el precio de lo que
pensaban adquirir, sin reconocer que ella pertenecía a la misma obra que se
estaba representando
Al dar la vuelta a una de las esquinas, se toparon con la
esposa del capitán, que tenía a su cargo al niño. Lo llevaba en un carrito
cubierto con una manta color azul, el pequeño estaba dormido.
Quizá estuviese soñando con blancas nubes y azules cielos, pues
cada dos por tres sonreía plácidamente.
- ¿Podemos ver al niño?,- preguntó Consuelo. - Ya me han
contado la historia. ¿Qué clase de madre es la que abandonada a su hijo? En fin,
que ya sabemos como son los tiempos que corren. - Y acercándose el bebé apartó
la mantita.
Al momento el pequeño abrió lo ojos, pareciendo observar
inquisitivamente a la enlutada mujer. Marta quiso evitar su mirada, pero el
intenso color verde de las pupilas infantiles le seguían allí donde se situase.
Dando de nuevo los buenos días, se alejaron.
- ¡Caray con el rorro ¡. Solo parecía tener ojos para ti. -
Le soltó a bocajarro su suegra.
Marta eludió la contestación, estaba deseando llegar a casa,
se sentía nerviosa y con una sensación muy rara en su estómago. Aquella desazón
tenía que ver con el encuentro con el bebé.
Po la noche pensó que era una pena, que aquel niño, no
hubiese sido bien recibido a su llegada a este mundo, por nadie de los suyos,
dejándole entre gente extraña. - Quizá naciese dentro de una familia sin recursos
que no le hubiese podido alimentar, y por eso tuvieron que renunciar a un bien
tan preciado como era un hijo. -
A partir de ese momento, Marta siempre hacía todo lo posible
por encontrase con el niño.
Aquella mañana, la niebla se había adueñado de todo, incluso
del corazón de algunas personas, pero no era el caso de Marta. - Si les parece bien.
Yo puedo cuidar del pequeño, seré la madre que necesita. - Lo dijo con tanta
convicción, que ni el enérgico capitán, ni el cura, y menos el alcalde,
pusieron impedimento alguno. Días después el pequeño dormía, por primera vez,
en casa de Marta, y ahora, también la suya.
A consuelo no le gustó nada la decisión de su nuera de
adoptar al niño
- Ya sé que es solo un niño, pero… ¿te has parado a pensar que
bien podría ser fruto del pecado? Si no ¿a ver por qué le ha abandonado su madre?
-. Marta por toda contestación dijo. - Tenemos que bautizarle y ponerle un nombre.
- Y envolviendo al niño en un chal, comenzó a cantarle una nana, la misma que
su madre le cantaba cuando estaba intranquila y lloraba.
Los días se hicieron llevaderos en la vida de Marta, gracias
a José, que fue el nombre que pusieron al niño. Ahora tenía a alguien que
estaba junto a ella, riendo y llorando, jugando, durmiendo.
Pensaba que no tardaría muchos meses en llamarle ¡madre! ¡Qué
sonido tan hermoso!, pues aquella palabra, era una gran parte, de lo que la
vida le hubo arrebatado al fallecer su amado esposo.
Los años pasaron como el soplo con que, Marta, apagaba la
vela del cuarto donde cosía. José pronto cumpliría catorce años. - Parece que
fue ayer cuando le cogí por primera vez entre mis brazos. Dentro de unos años
se casará, tendrá su propio hogar… es imposible pensar que no se acuerde de mí.
Bueno no quiero entristecerme, ya se verá, aún tienen muchas cosas que pasar.
La voz de José le sobresaltó. Venía como un loco. Comenzó a
contarle tan rápidamente las cosas, que Marta, no entiendo frase alguna.
Obligándole a sentarse en una silla, le suplicó que hablase sin atosigamiento…
despacio
El joven, con suavidad, cogió las manos de Marta para
estrecharlas con las suyas.
- ¡Madre! ¡Quiero ser marino! -
Marta sintió una punzada en el corazón. Desde que José
comenzó a tener uso de razón, hizo lo indecible para apartarle de todo lo que concerniente
con el mundo de la mar.
Pero otra vez la mar, con su oleaje sereno a veces, poderoso
otras, trataba de alejarle de sus brazos, que nada tenían que ver con los
suyos, los del mar, húmedos, cubiertos de salitre, que podían dejar sin vida a
quien en ellos mecía.
No como los suyos, que eran cálidos, amorosos que no quitaban
la vida a nadie, al revés, cuidaban de que no la perdiese.
De nada sirvieron, primero los ruegos, las súplicas, después,
las amenazas, las imposiciones. La labor que Marta estuvo realizando durante
años, era destruida por los amigos y compañeros de su hijo, quienes le habían
llenado de ideas la cabeza, hablándole de tesoros escondidos, y de aventuras,
del ocaso del día cuando en el horizonte se ve el rayo verde mientras el sol se
oculta. De cantos de sirenas escondidas entre las rocas, dejando ondean sus
largos cabellos al viento.
Cada día que pasaba, se iban haciendo más fuertes aquellos
deseos, lo que llegó a inquietar a Marta quien seguía oponiéndose a tal
descabellada idea.
Pero otra visión le llenó aún más si cabe de temor. - Tengo
Que tener cuidado, o es posible que pueda escaparse de casa si no acepto sus
deseos, y no volver a verle nunca más. - Ante tal situación, aceptó que José
fuese marino.
Llegó el momento de la partida y Marta volvió a revivir los
momentos angustiosos de años pasados, aquella melancolía que rozaba los
corazones y los labios de las personas, que, en el malecón, despedían a los que
se embarcaban, pues parte de sus almas iban en aquel barco, junto a ellos.
Le llenó de consejos, quizá los mismos que le daba a su
marido cuando también le despedía. Le besó en la frente y dijo. - ¡Ve con Dios
hijo mío! -
Con aquella marcha la vida de Marta parecía que iba a volver
a ser la misma, pero ella intentó luchar, José no estaba muerto, estaba
viviendo su vida, la que él había escogido. Muchas noches sentada en la cama de
su hijo, hablaba de las cosas ocurridas en el día, tal y como si él, le
escuchase.
Los continuos viajes, las cartas que le llegaban en cada puerto,
donde recalaban, le alegraban, pues era como tenerlo en casa, aunque las negras
noches, se dedicaban a decirle lo contrario. - Sola. Estás sola. Sólo nos
tienes a nosotras. ¿O es que has olvidado que tu suegra murió hace unos meses?
-.
Ya iban para cinco años, los que José se había embarcado, con
sus largas noches, los días del cálido verano, sombrías en el invierno,
soleadas en el primavera y dulces en el otoño.
Cuando tenía algunos meses de permiso, y regresaba, nunca, ¡jamás!,
le escuchó queja alguna de la mar, ni de su vida abordo, era todo lo contrario,
hablaba de ella como se habla de una novia … con amor, con admiración. - ¡Madre!
¿Le gustan las telas que le traje? Es hora de desprenderse del luto, le hace
más mayor-. Pero cuando llegaba la hora de la despedida, Marta deseaba que
ocurriese cualquier cosa que impidiese salir al mar. Y aunque una, y otra, y
otra vez se decía así misma, no pedirle que dejara el mar, el corazón le pedía
lo contrario.
Y regresó la primavera, pasó el verano, llegó el otoño, y este,
cedió su cetro al invierno, quien reinó con crudeza aquel año.
La salud de Marta comenzaba a resquebrajarse. La vista le
impedía, que por las noches cuando el insomnio le abrazaba, pudiese leer o
coser alguna cosilla. El dichoso reuma, le obligaba a estar parte del día, metida
en la cama.
Si eso le ocurría con
tan solo 54 años, ¿qué era lo que le esperaba a los 70…si llegaba? No obstante,
nada de esto se lo contaba a su hijo. - Bastante tiene con su responsabilidad
como jefe de máquinas en el barco. Cómo para darle más-.
La semana anterior a la Navidad, recibió una carta de su hijo
–“Madre. Este año puedo pasar las fiestas de Navidad con la familia, pues Marcel,
ya sabe usted que es el capitán del barco, me ha dado permiso, sin pedírselo-,
una frase atrajo su atención. – Tengo grandes noticias que contarle, sé que le
gustarán. Como quiero que sea una sorpresa, no le diré nada hasta que regrese a
casa. Besos y cuídese-.
Marta, como siempre, colocó la carta, a otras cogidas con un
lazo azul, que guardaba junto a la ropa de José, cuando este era un bebé.
La fecha del regreso estaba cerca, apenas cuatro días para el
veinte de diciembre. -Unos cuantos días más, y estará a mi lado. ¿Cuál será la
sorpresa que me tiene reservada? Seguro que será buena. En fin, ya me enteraré
cuando lo tenga en casa -.
El 20 llegó. Marta se engalanó con su mejor ropa para recibir
al barco que le traía a su hijo.
Las horas pasaron y el navío no arriba a puerto. Todo eran
murmullos, frases entrecortadas, a medio decir sin atreverse a terminar la
expresión.
Algo enturbiaba el ambiente, presagios de mal agüero
circulaban entre las personas allí presentes. Al final… todos regresaron a sus
casas, todos…menos Marta que se quedó esperando toda la noche por si venía el
navío.
La noche dejó, retornar al día, y Marta continuaba protegiéndose
dentro de una destartalada caseta que había pertenecido a estibador del puerto.
No le importaba el frío del alba, ni si quiera cuando sus pies comenzasen a
quedarse medio congelados. Y en aquella situación la encontró Asun, la esposa
del panadero.
-Ven a casa. Tomarás leche caliente y pan crujiente-.
- ¡No puedo ausentarme de este lugar! ¡Qué pasará si mi hijo
regresa y no me encuentra! -
-Ven a casa, allí esperarás a José, sin miedo a helarte
-
. ¿A casa? ¿Sabes cuál es mi casa, es el mar, lo que es mío
es suyo? Primero me quitó a mi esposo, y ahora… ahora me lleva a mi hijo
De nada sirvieron los ánimos de la panadera, de nada sus
ruegos, ni los de los vecinos para que se marchase a casa.
-Es posible que estén en algún puerto, al abrigo del
temporal-.
-O que hayan sufrido una avería en el barco, y lo estén
reparando en un dique, puede ser …cualquier cosa -. Ella no contestaba, su
mirada estaba siempre perdida en el horizonte.
Aquellos pensamientos, no se apartaban de su mente. ¡Eran
carroñeros que traspasaban el umbral de una casa, sin pedir permiso, dispuestos
a devorar a los vivos que no pueden defenderse!
Habían transcurrido casi dos meses. Y aunque las gentes del
lugar, intentaron disuadirla, para que no abriese otra tumba, ella hizo caso
omiso de sus ruegos.
Ahora, junto a la primera tumba, que se encontraba vacía, la
que ella visitaba desde hacía muchos años, existe otra, también vacía… la de José,
alguien más por el que derramar lágrimas sobre la fría losa del cementerio,
pero solo en alma, ya que el cuerpo yacía en el regazo del odiado mar.
Las flores frescas que coloca en ambas tumbas, llenaban de
fragancias los sentimientos, que nadie, conseguiría arrebatarle. Ni siquiera el
tiempo, que dicen, y es mentira, que todo lo cura. Ni siquiera el mar con su
oleaje lo conseguiría
Seis meses han trascurrido desde la desaparición de José. Y
Marta desconoce que, a miles de kilómetros, otra joven, llora por el mismo
hombre.
Una mujer piensa atravesar
en un barco, el mismo mar que se tragó
al amor de su vida, sin tener a quien velar, ni una mano que se abra en señal
de consuelo, permanece muda, estática, mirando al cielo, preguntándose. - ¿Nos
querrá tanto como a José? -, mientras se mira el abultado vientre? -.
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